Ella
los domingos de lluvia,
con un peso de culpa febril
que le tizna la ropa,
fatalismo de un viejo dolor
y una lágrima diurna,
entintando el florido jardín
con su sangre más roja.
Y se muere, puntual, a las seis,
repetida liturgia
de clavarse el puñal del jazmín
y el arpón de la rosa.
Ejercicio de muerte ritual,
magisterio de angustia
que enceguece el candil de su voz
y la besa en la boca.
Yo la he visto dejarse morir
sin poder remediarlo,
deshacerse en veranos de luz
y en orquídeas en armas,
con un beso de barro marrón
que le anubla los labios,
ceremonia tribal de partir
a la hora del alba,
cuando el cielo se rompe de azul
y un diluvio de marzo,
torrencial de tristeza sin fin,
sin querer la desangra.
Del libro Oceanario.