viernes, 23 de mayo de 2008

Destino rante



Hoy toca cuento "lunfa"

Entreabrió la tapuer del conventillo
y la encontró desnuda con el quía,
revoltijo de maula anatomía,
de filosa traición, como un cuchillo;
con el dedo en la punta del gatillo,
tiró con enconada alevosía,
cuatro balas de curda puntería
enlutaron de sangre aquel pasillo.
Desde un cielo de cinc, la luna rea,
con destellos de trágica albacea,
tembló desde sus huesos;
el, con fulo dolor, cargó el bufoso,
desabrazó a la mina de aquel coso
y se voló la tapa de los sesos.


La pintura "Arrabal violeta" es de Roberto Volta.

viernes, 9 de mayo de 2008

Feria del Libro





Por invitación de la Editorial, el miércoles 30 de abril, anduve por la Feria, firmando ejemplares de mi libro. Para ello debí vencer ciertas resistencias vinculadas a dos cuestiones fundamentales, primero, un elevado grado de pudor personal, que provoca mi alocada huida ante este tipo de situaciones y segundo, el temor al "papelonazo", por cuanto yo tenía serias dudas de que alguien fuese a requerir mi firma, como trofeo de caza. La cosa es que me armé de coraje y fui. La experiencia fue altamente gratificante. No voy a decir que la inmensa cola salía de la Feria y daba la vuelta a toda la Av. Santa Fe y que sequé la tinta de 33 lapiceras, pero tampoco quedé zapatero.
Lo comparto con ustedes, transcribiendo un texto de Alberto Szpunberg, que tiene mucho que ver con la poesía, los poetas y la lectura.
"La poesía y las baldosas flojas"

Por algún motivo –estudio o entretenimiento o devoción marketinera–, el habitual lector de libros sigue un orden establecido: por la numeración de las páginas, la secuencia de los capítulos o la saga de una trama atrapante, y así hasta alcanzar el punto final, ya sea del texto o de su paciencia. El lector de poesía, en cambio, es diferente. Humildísimo como nadie, no dispuesto a dar vueltas inútiles o ganado por la legítima ley del menor esfuerzo, lee menos cantidad de texto por página: las líneas ni siquiera llegan hasta el otro margen. Su comportamiento suele ser extraño: a menudo, abre el libro por donde se le canta (esto de que “se le canta” es uno de sus rasgos fundamentales) y va saltando de un poema a otro e, incluso, dentro de un mismo poema, de un verso a otro. Como si, por ejemplo, un día de lluvia, cruzase una vereda de baldosas flojas. Por más saltos que dé, una vez puesto a bailar, sabe que esa vereda es una experiencia irreversible. Cuando termina de atravesarla, descubre que, como en el mundo cuántico, donde sólo la ubicuidad explica el yo soy otro, las partículas de la vereda tienen un comportamiento extraño: sólo en esas baldosas es posible el milagro de que llueva de abajo para arriba.