martes, 28 de enero de 2020

De sangre verde

"Y morirme contigo si me matas..."  (JS)

Por la orilla del mar, corriente arriba,
el lagarto varón y su señora
navegan por el cielo de la aurora,
como barcos que van a la deriva.
Afiebrados de amor en carne viva
y en plan de densa flora,
se rozan con pasión devoradora
en un claro torrente de saliva.
En la arena, el reptil de piel oscura,
dibuja de su amada la figura
dejando una señal que la recuerde.
Con dientes afilados
le muerde el corazón por ambos lados
y brota un vendaval de sangre verde. ©

Del libro De dluvios y andenes.
Dibujo: Horacio Guerrieri.

Recitado en el Tortoni y en Radio UAI.

18 comentarios:

Carlos dijo...

En 1981, Hogue (Horacio Guerriero) realizó esta caricatura de Felisberto Fernández “encarnado” en su Cocodrilo.

Felisberto Hernández (Montevideo, 20 de octubre de 1902 - Ib., 13 de enero de 1964) fue un compositor, pianista y escritor uruguayo, caracterizado por sus obras de literatura fantástica basadas en experiencias personales y lugares reales.

Fulano de Tal (1925)
Libro sin tapas (1929)
La cara de Ana (1930)
La envenenada (1931)
Por los tiempos de Clemente Colling (1942)
El caballo perdido (1943)
Nadie encendía las lámparas (1947)
Las hortensias (aparecida por primera vez en la revista uruguaya Escritura en 1949).
Explicación falsa de mis cuentos («manifiesto estético», aparecido en la revista La Licorne en 1955).
La casa inundada (1960)
El cocodrilo (1962)
Tierras de la memoria (inconclusa, 1964)

Carlos dijo...

Horacio Guerrieri (Hogue)

Horacio Guerriero (Hogue) nació en el departamento de Flores, Uruguay.
A partir del año 1978 comienza a trabajar como caricaturista en el diario El Día. Un año después ingresa en la Agencia de Publicidad Ferrero & Ricagni e inicia su carrera dentro del campo publicitario.

Posteriormente lo hará como director de Arte en Grey Publicidad y como director de la Agencia Cuatro Ojos.
En el año 1982 ingresa en el taller del artista Clever Lara y a partir de ese momento comienza a desarrollar una labor artística, fundamentalmente a través del dibujo.

En los comienzos de los años 90 participa de un taller de grabado invitado por el maestro Luis Solari.
Concurre invitado dos veces al Festival de Caricatura Internacional de St. Steve en Perpignan, Francia.
Ha publicado sus trabajos como ilustrador en Argentina, Brasil, Puerto Rico, España y Estados Unidos.
Actualmente dibuja en vivo en el programa periodístico Código País y realiza las caricaturas para una tira animada semanal en Telemundo 12; ilustra para el periódico económico 5 Días de Madrid y su obra artística personal está expuesta en forma
permanente en la Somniac art Gallery en Nueva York.
Ha realizado varias exposiciones de caricaturas, además de exponer en los últimos diez años su obra personal Mute y Cuestión de Piel.
Fue presidente del Desachate y en el año 2000 editó su primer libro de caricaturas: Los Elegidos.
En diciembre de 2009 Editorial Random House edita Los Elegidos Dos.
En setiembre de 2010 expone obra retrospectiva en la sala del Subte Municipal

Premios:

// Obtiene uno de los primeros premios de la Muestra de plásticos jóvenes de Coca-Cola - 1983
// Primer premio de dibujo del BID en Punta del Este - 1984

// Primer premio con destaque especial del Jurado en el Museo de Arte Americano Premio del Este - 1984

// Primer premio de dibujo, Salón Municipal de Montevideo -1986

// Primer premio Concurso de afiches 1era. Muestra Internacional de Teatro de Montevideo - 1986

// Primer premio El Olimpismo y las Artes plásticas, organizado por el Comité Olímpico Uruguayo - 1984

// Primer premio en el Concurso Internacional organizado por la Agencia Grey entre más de 150 directores de Arte de 43 países de la red en todo el mundo en los años 1991 y 1992 para el diseño de la carátula de su Reporte Anual.

Carlos dijo...

Cuento El cocodrilo

“El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.

Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir; pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso, me gritó:

–¡¡Cocodriiilooooo!!

Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de “cocodrilo”. Yo les decía:

–A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.”

(fragmento de: “El cocodrilo”. En: La casa inundada, 1960)

Carlos dijo...

y late un vendaval de sangre verde...

Vivian dijo...

Qué buena la imagen, qué bonitos los versos. Cuando terminé de leer sonreí, siempre cierras con “algo especial”…¡Un vendaval de sangre verde! (Me siento una cocodrilA) Aunque prometo que no lloraré…
Un beso niño Carlos

Carlos dijo...

Hola Vivian, si, la imagen es muy bella y ahí andan mis lagartos enamorados, perdidos en el vendaval de mis versos.

La cocodrila no llora, el que llora es el macho de la especie, como siempre. jeje.

Un beso niña Vivian.

Carlos dijo...

como barcos que van a la deriva...

Tita dijo...

Cuanta pasión el lagarto y su señora,con su plan ceremonial de flora verde.

Que lindo ese final de el cuento,yo no se tampoco por que llora el cocodrilo.

La imagen es genial.

Un besote.

Carlos dijo...

El problema, Ana, es que hay que tener cuidado con esos lagartos pasionales, porque si te llegan a morder con esa boquita, fuiste, :)

Dicen que lloran, porque las glándulas oculares segregan una suerte de resina vidriosa, para proteger sus ojos cuando no están en el agua, dando la impresión de que están llorando.

La imagen es bella.

Un beso grande.

Carlos dijo...

se rozan con pasión devoradora...

Tita dijo...

Lo que pasa Carlos es que esos besos pasionales a veces nos pueden y despues :)

Que calor tenemos, tremendo,tu estaras ya con fresquito seguro.

Buen fin de semana.

Besos saladitos.

Rembrandt dijo...

“….dejando una señal que la recuerde,
con dientes afilados
le besa el corazón por ambos lados
y late un vendaval de sangre verde. ”

Con música de Gershwin suena Rhapsody in green. Ah , no era así? Bue no importa da igual porque este soneto merece una melodía especial, un encuadre donde Felisberto Hernandez y Horacio Guerriero le hagan el honor de acompañarlo, después de todo el cocodrilo era pianista , no?

Lo beso Poeta.

Carlos dijo...

El problema Ana es que el cocodrilo no tiene noción de la cantidad ni del largo de sus dientes, entonces, cuando se pone mimoso es todo un problema. :)

Por acá, frío, si, gris, pero es lo que hay, nada como guardarse en casa y escribir poemas.

Un beso grande.

Carlos dijo...

Rem, hubiese sido posible una Rapsodia en verde, la música como la poesía siempre ofrece un abanico de colores.

A lo mejor Felisberto hubiera escrito un cuento de ficción náutico y Hogue lo hubiese dibujado.

Un beso.

Carlos dijo...

"Lo que yo quiero, corazón cobarde
es que mueras por mí... (JS)

https://www.youtube.com/watch?v=UUwzvcFUjbw

Carlos dijo...

El cocodrilo - Joaquín Gómez Bas (Académico lunfa)

Estaba de pie en la ducha. Me di un susto tremendo cuando sentí su viscosa presencia deslizándose entre mis piernas enjabonadas. A la altura de los tobillos. Atiné a aferrarme de la llave del agua; si no, me desnuco contra el borde de la bañera.

Permanecí inmóvil bajo el chorro tibio, indagando, al acecho de la repetición del caso. Y lo vi nítidamente cuando se produjo un claro en la superficie espumosa ¡Un cocodrilo!

Enorme, verdoso. No entiendo cómo cabíamos los dos en tan reducido espacio. Lo pienso erguido sobre su cola y sería tan alto como yo. Pero ahora no se movía, tendido a lo largo, a un costado, en su evidente propósito de no molestarme.

Para mortificarlo me apreté contra los azulejos de la pared, bajé la palanca del calefón al máximo y al instante el agua salió hirviente. Pero el bicharraco, tan orondo, insensible y plácido. Hasta me pareció que gruñía placentero.

Aparentando ignorarlo comencé a fregarme la espalda con el cepillo de mango, y cuando localicé exacta su cabeza le sacudí sorpresivo un golpe. Inútilmente. Con velocidad increíble levantó con sus fauces la tapa de goma del sumidero y alargándose como una anguila desapareció por el embudo carrasposo formado por el agua que se escurría.

No volví a acordarme de él durante el día, y por la misma razón con ninguno de mis compañeros comenté el caso en la oficina. Tampoco con mis hijos, ni con mi esposa, por que soy soltero y vivo solo. Tengo cincuenta y dos años, pero esto no tiene nada que ver.

Ahora que las noches son bastantes frescas me agrada llevarme a la cama una bolsa con agua caliente. Antes no lo hacía. Creía que era un signo de debilidad, de afeminamiento. Hasta que me convencí de que es estúpido eliminar la frialdad del colchón, de las sábanas y las cobijas a costa de la propia temperatura. La cama debe calentarlo a uno, y no a la inversa.

Puse la bolsa de agua en el lugar correspondiente, a los pies, y me dormí profundamente. Desperté repentino con la sensación de que algo áspero y frío me rozaba los tobillos. Y resultó lo que esperaba. Allí estaba de nuevo el cocodrilo.

Esta vez procedí con cautela. Retiré los cobertores, así con lenta astucia las cuatro puntas de la sábana donde reposaba acurrucado, como si fuera el patrón del lecho, y lo alcé en vilo. Ni hizo el menor esfuerzo por liberarse. Me llamó la atención que apenas si sentí su peso, como si la improvisada bolsa estuviera llena de viento.

Me acerqué al balcón –vivo en un cuarto piso— y lo arrojé a la calle, cuidando de retener un extremo de la sábana. Abajo contra el pavimento, hizo un ruido terrible, una verdadera explosión.

Carlos dijo...

Estaba desayunándome cuando llamaron a la puerta, no mediante el timbre, sino con unos golpes sordos. Adiviné que se trataba de coletazos urgente y abrí sereno, dispuesto a recibirlo sin encono. Porque no tenía la menor duda de que se trataba del cocodrilo. Y allí estaba, su cabeza apoyada en el pequeño felpudo, abatido, maltrecho, observándome con ojos implorantes.

Me dio pena; una pena de llanto contenido; y sin una palabra, pero autoritario el mudo gesto, le indiqué que pasara. Eso sí, le señalé con la mano extendida el hueco debajo de la cama, y allí se refugió sumiso, arrastrándose pesadamente.

Fue en el cine donde le descubrí su condición humorística. No sé cómo se las ingenió para entrar, ni cómo pudo seguirme por las calles sin que yo lo advirtiera. Lo cierto es que cuando la sala atronaba con el tableteo de los balazos –sólo veo películas de violencia—, en el instante justo en que el contrabandista en acción se retorcía estertoroso, me privó de la visión la cabeza del cocodrilo, que emergió sobre el respaldo del asiento delantero, incomprensiblemente, pues antes de que se apagaran las luces me había regodeado contemplando en ese sitio la aterciopelada nuca de una muchacha rubia.

Me irritó la oscura interposición de su boquiabierto perfil de saurio y enardecido le apliqué un manotazo. Alguien pegó un chillido –creo que una voz de mujer— y opté por escurrirme atropellando a los espectadores sentados, entre un coro creciente de murmullos inamistosos.


No comprendo el insomnio. Apenas me acuesto, yazgo convertido en bloque. Podría decirse que no despierto: resucito. Y siempre maldiciendo la obligación de ir al trabajo. Lo que me saca de quicio es la comprobación permanente, de toda la vida, de que me falta el sueño precisamente los domingos, cuando podría disfrutarlo hasta el cansancio. Ya desde el amanecer me mantengo lúcido, alerta, aguardando el rumor del periódico que el diariero desliza por debajo de la puerta. Entonces me levanto, vuelvo a la cama y leo hasta lo que no me interesa. Siempre así, desde que tengo noción de mis actos.

Rectifico. Siempre así, no. Ahora –ya va para casi un año— tengo que soportar la visita del cocodrilo, que aparece los domingos por la mañana, junto con el periódico. Mientras leo, se instala soñoliento a mis pies, bosteza de tanto en tanto y ronronea como un gato.

La idea me la sugirió una fotografía impresa en el diario. Unos niños en el Zoológico. Debe haber sido algo así como una detonación mental, porque simultáneamente con la ocurrencia el cocodrilo dio un respingo y se me quedó mirando, receloso y a la expectativa. Pero no me dejé presionar por sentimientos de lástima. En menos de un minuto estuve vestido, tomé una funda de almohada y lo metí adentro. Confieso que sentí tristeza por la mansedumbre, la resignación con que se sometió a mis maniobras. Y con el bulto a cuestas me dirigí al Zoológico.

Anduve dando vueltas y preguntando hasta que logré por fin ubicar el reducto destinado a los cocodrilos. Aguardé el momento oportuno, pasé el bulto sobre el alambrado y lo arrojé íntegro sin quitar la funda. Mi amigo —se me ocurre llamarlo así justamente cuando lo abandono— se contorsionó dentro del trapo y un tanto cohibido asomó la cabeza. Sus congéneres se abalanzaron curiosos, y me tocó padecer lo imprevisto. Mi cocodrilo —¡el mío!— huyendo por el espacio circular, aterrorizado, acometido encarnizadamente a dentelladas por los de su propia especie.

Lo salvaron mis alaridos y el fragor del avance del público cercano, que acudió intrigado por mi actitud. La gente se acercó a tiempo para compartir mi alivio. Porque recuperando coraje y haciendo alarde de una temeridad insospechada, mi cocodrilo se volvió agresivo, enfrentó decidido a sus perseguidores y aprovechando el desconcierto creado emprendió vuelo verticalmente, descendió haciendo espirales para despedirse de mi soledad y enseguida enfiló raudo, directamente hacia las nubes.

¿Cómo que no puede ser? Ah, claro… Desde el principio olvidé mencionar que el cocodrilo de que hablo tenía alas.

Carlos dijo...

Prólogo de la premiada poeta argentina, Rafaela Pinto, para mi libro Oceanario.

Un poeta que enamora

Morocho, porteño y buen mozo. Escribe unos poemas que son como susurros en el oído del alma. Su poesía reviste las formas clásicas, especialmente el soneto en versos endecasílabos, que muchas veces combina con heptasílabos, lo que confiere a sus poemas una mayor contundencia en el ritmo, potenciando la belleza del discurso poético.

Sin perjuicio de ello, emplea con idéntica solvencia diferentes metros y combinaciones de rima.

Pero lo que seduce en la obra de Carlos es, sin duda, la elegancia del lenguaje que emplea, la fluidez de sus versos y su talento para vestir con el traje clásico y riguroso del soneto -o de otras formas sujetas a métrica y rima- una poesía moderna, actual.

Estoy convencida de que leer a Carlos nos puede cambiar el humor de la tarde, volvernos más dulces y más buenos u obligarnos a buscar a aquellos que amamos.

Uds. dirán si les sucede lo mismo.